Por María José Romano Boscarino
«El principio de que el fin justifica los medios se considera en la ética individualista como la negación de toda moral social. En la ética colectivista se convierte necesariamente en la norma suprema; no hay, literalmente, nada que el colectivista consecuente no tenga que estar dispuesto a hacer si sirve «al bien del conjunto», porque el «bien del conjunto» es el único criterio, para él, de lo que debe hacerse” Friedrich Hayek
¿Cómo definir las normas de conducta que rigen a nuestra sociedad? Pareciera un enigma insoluble. En la generalidad de los casos, afirmar, declarar, defender verbalmente por un lado y actuar en consecuencia por el otro parecieran acciones complemente antagónicas. El respeto por las premisas morales que respaldan -en teoría- el discurso, se pierde automáticamente cuando la realidad exige la acción deliberada. Y es que resulta cada vez más difícil pensar en la verdadera existencia de individuos dignos de llamarse defensores de principios sólidos, consistentes en el tiempo, inquebrantables, soldados de sus convicciones, cuya principal arma sea la honra volcada al día a día de sus vidas. Vertical y horizontalmente las limitaciones éticas, el respeto por el derecho inherente a todo ser humano y lo evidentemente lógico a la hora de pensar en una sociedad justa, ordenada y pacífica se han visto degradados, denostados, minimizados y manipulados.
Se ha actuado convalidando el saqueo, la violencia, la intolerancia en nombre de un “bienestar público” cuyo significado resulta cada vez más incomprensible y distorsionado. Se ha dejado de lado la firmeza y robustez dignas de admiración de quien se aferra a la modesta decencia y a la virtud de entender verdaderamente en qué consiste el ejercicio de la libertad. Se ha optado por la obediencia y la inacción, la pasividad y la sujeción. De esta manera los valores que rigen el comportamiento de los individuos en una sociedad han permanecido sepultados.
Todo aquello ha dado lugar al aprovechamiento de esa liviandad por parte de impúdicos amorales emergentes del mismo núcleo que nos concibe, que potencian su condición por medio de las ventajas que su posición de privilegiado empoderamiento les confiere, con el objetivo de atropellar y retorcer los conceptos y creencias sobre bondad, justicia y bienestar, codificándolos de acuerdo a un esquema de ideas propio de quienes aspiran a disciplinar a su antojo el comportamiento de quienes tienen bajo su domino.
Paradójicamente, los únicos culpables no somos más que nosotros mismos. La fosa ha sido cavada por nuestra propia irresponsabilidad. Lo que vivimos no es nada más ni nada menos que consecuencia de lo que en conjunto nuestra forma de entender la convivencia social y los límites propios impuestos a nuestra conducta, han generado. Los lamentos sobre nuestra condición no hacen más que manifestar nuestro desagrado pero no son suficientes para quien está convencido de que el camino tomado es inadecuado. Tampoco la indignación genera resultados reales. Sólo seremos capaces de exigir una vez que ejercitemos la conducta moral que pretendemos de los demás. Pero hemos de entender para ello que el ideal de un modelo de accionar basado en principios éticos racionales, cuya justicia se base en el respeto del derecho individual, en los derechos de propiedad y cuyo eje gire en torno a la libertad, sería el único capaz de constituir el motor de una sociedad que conduzca al progreso, a la paz y por ende al bienestar general que tanto se anhela.
* Es Lic. en Economía y Coordinadora en Buenos Aires de Fundación Federalismo y Libertad.