Por Pablo Racioppi*
La semana pasada, por primera vez, en mis más de cuarenta años, me despedí de alguien que se despedía lúcido y consciente en sus últimas horas de vida y en un cuerpo que se había vuelto una sepultura de manera paulatina e incesante durante tres años.
Héctor Ricardo Leis, había escrito un último mail a Graciela Fernández Meijide cuyo subject era justamente la palabra “Despedida”, para decirle adiós, y para que por su intermedio fuera extendido a muchas personas a quien conocían en común.
Tuve oportunidad de conocerlo a la vez que Graciela Fernández Meijide lo conocía en persona, ya que viajamos a Florianópolis en mayo de 2013 junto a dos personas más, para ser testigos de ese encuentro y para que de ese encuentro quede un registro en video.
Si bien Héctor y Graciela se conocían por mail, el ex editor de Sudamericana tuvo la buena idea de que se conocieran personalmente pero no tenía idea de hacer un documental ni del oficio del cine. Supongo que por eso convocó a los directores de El Olimpo vacío para acompañarlos.
Todos éramos conscientes de que muy probablemente tal encuentro fuera el único, porque Leis ya estaba peleando con una enfermedad degenerativa, que curiosamente, en sus últimos días de vida, una campaña internacional puso en una vidriera viral a fuerza de baldazos y celebridades, pero poco o nada se sabe de las razones que la desencadenan ni de la posible cura, según Héctor nos contaba.
ELA- escelerosis lateral amiotrófica- consiste en la disfunción gradual de unas células del sistema nervioso que operan sobre la motricidad, impidiendo que las órdenes del cerebro lleguen a ser ejecutadas por los músculos, generando una parálisis progresiva hasta la muerte.
Leis había investigado lo que estaba a su alcance con los especialistas que lo trataban, incluyendo a Renata, su última mujer, que increíblemente para quien debe soportar tal padecimiento, no sólo es médica sino una persona dedicada con una bondad monacal al cuidado de su ser amado. Ella sola fue un capítulo aparte de esos días en su casa, por su abnegación y tenacidad conmovedora para cuidarlo.
Leis había sido afiliado comunista en su juventud pero sobrevino un pronto desencanto. “No era eso” dice en la película El Diálogo, que surgió de ese registro. Prefirió pasar su afiliación al peronismo, que por aquellos años había multiplicado su magnitud con renovados seguidores juveniles, esperanzados en la vuelta del caudillo vedado. La gravitante idea de una revolución fue para él la excusa donde su personalidad desbordante y sus ansias juveniles de acciones redentoras encontraron lugar para dejar de ser militante y pasar a ser combatiente. ”Apuntar con un arma y tirar a un blanco, para después tirarle a una persona, fue lo más natural para mi generación” sostiene en la película. Ese pasaje no tuvo filtro racional para muchos de su generación. Según cuenta, la ideología condujo al combate y éste, a la fascinación de la violencia. “Yo quería matar a todos, no podía parar”.
Treinta y tantos años después, luego de haber escapado a Brasil después del golpe militar y haber estudiado dos carreras y dedicarse a la actividad académica, pudo reflexionar a distancia del permanente ruido verbal argentino, acerca de las razones que llevaron a su generación y a la de sus padres, a un enfrentamiento cruel en el que organizaciones armadas, ejército, policía, sindicatos y Triple A se cobraron una cifra todavía poco clara de víctimas. La cifra tabú de la crueldad, para una sociedad a la que poco le interesan sus cifras, pienso yo.
Haber ido a conocer a Héctor Leis, fue una propuesta que surgió apenas terminado el Bafici 2013, recién salido del vértigo de exhibir mi primer documental. A los pocos días había que viajar con Graciela. Propuse no hacer una película, básicamente porque las expectativas que generó en el puñado de personas que supieron de ese viaje hicieron que se refieran prematuramente a “la película de Meijide y Leis”. Iban a ser muy pocos días para realizar algo que no estaba guionado y además, uno de sus protagonistas sabíamos que estaba enfermo, pero sin una noción real acerca del estado en que se encontraba. Argumenté, por estas razones, que en seis días no podía garantizar que hubiese material para una película.
Poco más de un mes antes del viaje, había ingresado a las librerías su libro Testamento de los 70, que generó atención para ciertos lectores y polémica para otros y con el que prácticamente se dio a conocer.
Yo no sabía cómo era Leis, ni cómo se llevaría con Graciela. Esas charlas hipotéticamente también podían ser aburridas, redundantes, poco novedosas. Podíamos encontrarnos con un señor babeando que apenas articulara unas sílabas no muy entendibles. Por eso preferí tomar la decisión de no proponer una película, sino un registro. Y por mero ejercicio de lenguaje, decidí hacer planos muy simples de la naturaleza que rodeaba su residencia, arrojando la hipótesis de que acaso Leis pudo haber pensado tranquilo, lejos en el tiempo y en la distancia de Argentina. Serían imágenes para un correlato con las que contar la distancia y la calma necesaria para pensar con sensatez, a la vez que servirían para salir a un entorno mayor que el espacio íntimo en el cual Leis y Meijide dialogaran. Preferí imaginar que quizá viviendo en Argentina, al primer artículo publicado hubiera tenido que desviar el tiempo de reflexión para responder chicanas.
El registro empezó al momento de llegar a la casa de Leis, quién nos recibió con una sonrisa cordial y con un desayuno. Acordamos filmarlo un par de horas por la mañana, un par de horas por la tarde, después de su almuerzo y su siesta, ya que la rutina de su enfermedad tenía tiempos estrictos: fisioterapeuta todas las mañanas, una dieta de comidas con una cantidad de grasas que permitiera a los nervios favorecer la transmisión de sus señales, pero sin que sean tantas que le generen colesterol, descansos varios, etc.
Leis hizo un esfuerzo consciente, que fui entendiendo con el paso de los días, dejándonos alterar un poco su rutina para que quede ese registro.
Nos contó que el día que le diagnosticaron ELA, decidió escribir sus memorias, que más que memorias son, a mi juicio, una reflexión de sensatez poco común en nuestra sociedad, ávida de mitos, estridencias y malos entendidos sostenidos como verdades incuestionables y que él denominó en un comienzo Testamento. Después se agregó De los 70.
Conocí, además de un hombre generoso y un cordial anfitrión, a una persona que enfrentaba la adversidad con una inusual entereza. En mi juventud leí algunos libros sobre el budismo Zen, el Zen en las artes marciales, sobre la medicina tibetana y otros conocimientos que llegaron a mediados del siglo XX desde el lejano oriente a ser populares en occidente, que si bien deslumbran, son de aplicación muy compleja para un ser cultural occidental. Por lo general, en quienes profesan alguna filosofía tal con entusiasmo literal, suelo ver una caricatura. Quizá quienes aprendan algo en serio de filosofías tan distantes, ni siquiera necesiten contarlo, pensé alguna vez.
De regreso a Buenos Aires supe que había una película, porque pese al registro minimal de las charlas, Héctor y Graciela fueron conociéndose casi en cámara, ganando confianza mutua y cariño día a día. Viendo el material crudo es muy claro cómo el diálogo gana dinamismo y profundidad a medida que pasan los días y la cámara se hace menos presente para ellos. Hubo un momento, creo que al tercer día de filmación, en el que sin que nadie le sugiera nada acerca de mi hipótesis, Leis le cuenta espontáneamente a Meijide porqué pudo pensar como piensa: “por vivir en Brasil”. Eso fue inolvidable, porque era la demostración de mi hipótesis. Era el visto bueno que, sin saberlo, le daba a mi intuición y que decidí dejar como final esperanzador de El Diálogo. Leis al decir “Brasil” está diciendo que encontró el espacio íntimo en el que pudo pensar, independientemente del geográfico. El final me conmueve aún hoy cada vez que veo la película, al escuchar su voz diciendo que se pudo repensar, porque entendió que algo había estado equivocado. En su vida y en la de la sociedad de la que provenía. “No soy una víctima, soy un sobreviviente” es toda una declaración que pondría en jaque mucho de lo dado por entendido hasta ahora.
Además de tener en su biblioteca libros de filosofía política, de historia, de sociología y de economía, tenía el Libro Tibetano de los Muertos y libros de budismo zen. No hablamos del tema, salvo por un hermoso libro de representaciones del Buda que había en uno de los estantes, y que me llamó la atención. Solo me dijo que se lo había regalado recientemente Renata, su mujer.
Leis transmitía, para quienes- en una juventud como la mía, algo hippie, algo new age en la que muchas de esas lecturas no fueron más que datos filosóficos- una acción del espíritu. Lo digo con total convicción, con la certeza de haber sido testigo de esto. Todos sabemos que un día moriremos, aunque mientras exista la condición saludable nos haga olvidar de esa circunstancia del todo incómoda. Leis sabía de su muerte en todo momento, de la finitud inminente que a fuerza de rutina intentaba extender un poco, pero que era imparable y que podía durar unos pocos meses o unos pocos años de progresivo deterioro. Y desde esa conciencia no dejaba de ejercer un humor exquisito, de sonreír con una sonrisa especialmente luminosa, incluso de hacer referencia a la muerte con ternura.
Además de todo lo que con sensata lucidez dijo sobre los cruentos años setenta, que ya es ejemplar para la media temerosa y pacata de las voces argentinas no dejó de ser, para mí, conmovedora su relación con semejante adversidad. Leis había aprendido algo que la mayoría de nosotros desconoce, e intenta seguir desconociendo. Leis era un Maestro. Leis nos recuerda, a quienes lo conocimos, que podemos ser estúpidamente miserables, casi triviales seguidores de nuestros más pequeños y mezquinos deseos aunque eso quizá sólo nos haga más desdichados. Como nos hará una sociedad más desdichada no ejercer la sensatez en el conocimiento de la verdad sobre las razones profundas que impulsaron la lucha armada y su represión, al elegir avanzar sin repensarnos.
La semana pasada me despedí de él por mail y lloré solo frente a la computadora. Hoy siento haber conocido a alguien que se trascendió a sí mismo, que intentó reparar las consecuencias de sus acciones, que aprendió a pedir perdón a tiempo y que antes de entrar en coma decidió despedirse de quienes lo conocieron y seguirán vivos algunos años más. Ante ese abismo que no nos será ajeno a ninguno, sólo queda el camino de la duda o el camino de la fe. Yo todavía no puedo discernir bien por cuál elegir. Pero una íntima intuición me indica que de algún modo, hoy incomprensible, nos volveremos a ver y que haberlo conocido es una de las grandes lecciones que en esta vida me han tocado.
*Director de la Película El Dialogo