*Por Bernardo Congote
Existirían en el mundo cuatro tipos de países: los subdesarrollados, los desarrollados, Japón y Argentina. Esta reflexión se le atribuye al economista Stiglitz. Algunos argentinos podrían ensoberbecerse con ella. A otros les produciría pena.
Argentina habría roto un paradigma clásico. Marx y Engels develaron la explotación del hombre por el hombre. Probaron que el empresario vendía todo el producto elaborado por el trabajador mientras a éste le retribuían sólo una parte a modo de el salario. El Manifiesto Comunista fue la denuncia que los llevó a predecir cierta apocalíptica autodestrucción del capitalismo.
Pero ¿Alguien se imaginaba que un siglo después, los obreros se convirtieran en explotadores de los obreros? Ni siquiera Lenin en sus peores momentos. Pero así habría ocurrido en la Argentina. Bajo el eufemismo fascista de una república sindical y militar, el justicialismo instauró un modelo de cogobierno que empoderó a los sindicatos llevándolos hacia límites insospechados.
El peronismo permitió, por ejemplo, que las cuotas sindicales fueran obligatorias y les fueran retenidas a los trabajadores por el mismo Gobierno. También diseñó la figura de que los sindicatos hicieran algo llamado <<obra social>>. O sea, que más allá de su acción reivindicadora de la clase obrera, o como se lo quiera llamar, en la Argentina los sindicatos reciben adicionalmente del Estado onerosas partidas para que, por ejemplo, presten los servicios de salud a los trabajadores.
Este mecano sólo habría producido una fortísima oligarquía de overol. Gracias a ella los dirigentes sindicales poseerían igual o más poder que el aparato de Estado, que los empresarios o que ambos. Argentina estaría cerca de que sean los sindicatos, no los empresarios, los que decidan si se conserva o se cierra una empresa.
Cuando ambas partes entran a negociar salarios mediante unas curiosamente llamadas <<paritarias>>, el sindicato patea de primero porque llega a la mesa avalado por el aparato estatal. No habría paridad alguna en un juego que minimiza al empleador casi hasta hacerle culpable de hacer empresa. Casi hasta convertir la empresarialidad en delito.
Las tales paritarias se convierten de facto en una distorsión parasitaria. Simplemente porque el salario no se negocia de acuerdo con las tensiones entre la oferta y la demanda laboral o la productividad, sino como producto de un caldo de variables y sospechas aplicado a su arbitrio por el sindicato acerca de lo que <<cree justo>>. Justicia (lismo) que, por supuesto, carece de límites.
Si ello no bastara, la llamada <<obra social sindical>> habría creado una seudo empresarialidad obrera. Por supuesto que el sindicato no diseña ni administra empresa alguna. Es un agente intermediario inútil entre Estado-Beneficiarios que, subcontratando con terceros, eleva estratosféricamente los costos reales de la salud en Argentina. Enfatizando en que tales tercerizaciones arriesgan ser artificiales porque las familias de la cúpula sindical formarían parte de esos subcontratistas o extorsionando en contra de sus presupuestos.
Todo lo anterior, a nombre de algo que muchos se atreven a llamar <<la protección del pueblo>>. El modelo ayudaría a explicar por qué Argentina se ubicaría hoy en los más críticos escalones de la pobreza global mientras que sus cúpulas sindicales estarían entre las más ricas de América Latina.
Estas monstruosidades habrían convertido a la cúpula sindical, que no a la base, en un poder mafioso (autoritario, secreto, violento) capaz de inclinar hacia uno y otro lado la balanza electoral. Nada hay democrático en este modelo. Pocos micropoderes tan fascistas como este, a no ser que le compare con el de la Iglesia católica. Las elecciones sindicales tampoco se abren a listas desde la base trabajadora. También se deciden a dedo entre la cúpula. Y también garantiza que los mismos dirigentes se consoliden como verdaderos patrones oligárquicos.
¿A este sindicalismo le interesa que el pueblo trabajador que paga sus cuotas o que la ciudadanía que financia con impuestos su <<obra social>> reciban algún beneficio? En absoluto. Bajo el silencio cómplice de una masa obrera explotada por estos oligarcas de overol, y de una masa ciudadana que saca de sus bolsillos los dineros para pagar las obras parasitarias sindicales, este Frankenstein de corte fascista estaría a cargo de buena parte del empobrecimiento argentino.
Ad portas de las elecciones 2019 ¿Se pregunta alguien en la Argentina si ha de continuar esta explotación del obrero por el obrero? ¿Los más vociferantes izquierdistas intentan siquiera cuestionar la esencia explotadora del sindicalismo argentino?
Y los empresarios sometidos a esta inédita figura ¿expresan alguna reacción? No se sabe. De pronto porque la extorsión les resulta útil para sobrevivir a corto plazo o útil para regenerar cierto tipo de acuerdos extorsivos. Acercándose a la paradoja del ahorcado que cuida con esmero la soga con que se está asfixiando.
Stiglitz se habría quedado corto. La Argentina estaría construyendo una nueva metáfora política. No podría calificarse como un Estado fallido; tampoco como uno dictatorial; menos, como democrático. Sería una neo especie de Estado parásito donde los obreros parasitan de los obreros; los políticos parasitan del Estado; los empresarios parasitan de los obreros; y la Iglesia se cobra las limosnas de todos.
*Miembro del Consejo Internacional de la Fundación Federalismo y Libertad (www.federalismoylibertad.org)