La revolución cubana, es decir la larga tiranía de Castro y sus secuaces y continuadores, fue posible, entre otras cosas, por el énfasis avieso de oponer la justicia a la libertad.
Aunque, en jerga de periódicos, los términos dictadura y tiranía son intercambiables, existen sustanciales diferencias entre ambos regímenes. La dictadura, por larga que sea, y las ha habido largas, tienen de suyo un carácter provisional. Ya sea por propia iniciativa o invitado por alguna institución del Estado (como pasaba en el Senado de la antigua Roma donde se inventó el título), el dictador asume todos los poderes y suspende o congela la constitución o el contrato social vigentes en tanto dice respetarlos. Justifica su gestión como un conservador del status quo cuya existencia arguye defender o consolidar mediante una acción de emergencia. Desde luego, esta cartilla, en la mayoría de los casos, es un pretexto que el régimen dictatorial vulnera con desmanes típicos; pero ese comportamiento sólo sirve para resaltar su ilegitimidad y acentuar su precariedad y transitoriedad.
La tiranía, y particularmente la tiranía totalitaria —aunque en un primer momento puede argüir que pretende restituir, por ejemplo, una democracia degradada— no tarda en agredir las tradiciones, subvertir el pasado, reescribir la historia, hacer tabla rasa las instituciones y suplantar todo el orden social con un relato que no tiene más objeto que justificar el nuevo régimen, no como un orden transitorio de necesidad pública, sino como un sistema que, de manera permanente, suprime las libertades y violenta la justicia con el fin de afincar una nueva realidad que emana de la palabra del caudillo o líder máximo y que encuentra justificación en una ideología redentorista del cual ese líder es el sumo sacerdote, exponente e intérprete. Las dictaduras, insisto, son por naturaleza provisionales aunque duren cuarenta años; las tiranías, aunque puedan desplomarse o ser derribadas, se edifican para ser eternas. El Estado totalitario, y en particular el totalitarismo comunista, es el ejemplo más fehaciente de esta atroz aberración política.
A diferencia de la mayoría de las naciones de este hemisferio, nosotros los cubanos hemos sido las víctimas de una tiranía, encarnada en un líder carismático que se propuso hacer nuevas todas las cosas al objeto de afianzar un poder absoluto que encontraba respaldo en una entidad incognoscible, la Revolución, deidad iracunda, como el Jahvé sinaítico, que exigía una obediencia indiscutible.
Esa revolución, en cuyo nombre se encadenó a un pueblo, no llegó sin aviso: por casi dos generaciones, el trecho que media entre 1933 y 1958, los cubanos vivimos en expectativa de revolución: se inculcó en nuestra psique —en las aulas, a través de los libros, la prensa y desde las primeras instancias del Estado— que existía un expediente de violencia política, ciertamente un espejismo, que vendría a resolver todos los problemas, a enderezar todos los entuertos, a corregir todos los errores. La Revolución, con mayúscula, era constantemente invocada, por ignorantes y por sabios, por gobiernos y por oposiciones, como una panacea que habría de curar todos los males que padecía nuestra joven república los cuales, mirados retrospectivamente, no eran tantos ni tan graves. Los cubanos de esa época (no me cuento entre ellos) esperaban la revolución de igual manera que los cristianos del siglo I esperaban la segunda venida de Cristo. Y la revolución finalmente advino y, en su nombre, un régimen implacable redujo a la miseria a un país moderno y próspero y envileció hasta el tuétano a una nación noble. En toda nuestra América contemporánea no encuentro ningún crimen que se le iguale.
¿Qué papel desempeñó la «cultura» en esta catástrofe? O propuesto de otro modo, ¿qué responsabilidad tuvieron en este crimen nuestros intelectuales? Sin ánimo de disculpar al castrismo de sus delitos contra la cultura, quiero resaltar el pecado original de los representantes y portadores de esa cultura, que no era precisamente el de la falta de fe revolucionaria que les atribuía Che Guevara.
En el siglo XIX, pese a que en Cuba, a diferencia del resto de Hispanoamérica, se mantuvo la opresiva tutela colonial, se desarrolló una clase culta, asociada con la aristocracia criolla que devenía ciertamente su fortuna del trabajo (esclavo) de las haciendas y que estaba imbuida de las ideas liberales que llegan de Estados Unidos y de Europa. En esta clase, en que coincidían fortuna, cultura e interés político, se vertebró el ideal de la nación que, ante la resistencia de España, dio lugar a dos cruentas y devastadoras guerras de independencia. Paradójica y acaso inevitablemente, el empeño independentista y la subsecuente represión del poder colonial, deshizo esta alianza y llegamos a la república, que se instaura en 1902, con creciente desconfianza y animadversión entre las clases rectoras.
Por una parte, nuestra gente de fortuna del siglo XX era, en su mayoría, la misma que se había enriquecido gracias a la compra, por sumas irrisorias, de los bienes expropiados, por el régimen colonial, a los cubanos de filiación independentista, quienes nunca pudieron recuperarlos. Esta clase filistea de nuevos ricos se divorcia del ideal de la nación y deja de ser aliada de los intelectuales, que se convierten en sus críticos más acerbos. A su vez, unos y otros, se distancian del quehacer político al tiempo que lo degradan. La política se va convirtiendo en un menester de hampones; desde luego, con las excepciones de siempre.
Desde finales de los años veinte y, particularmente, desde los años treinta, los intelectuales —sobretodo desde el campo del periodismo— se dedican a demoler la república con sus críticas, en tanto los políticos lo hacen con su gestión. A los ricos les basta con el desdén. Cuba inicia una lenta deriva a la espera de una revolución que la salve.
De ahí que no es errado decir que la «cultura» entendida por el conjunto de artistas, escritores, creadores en general e instituciones que los representan, fue cómplice de la acción revolucionaria que habría de someterla o destruirla. La intelectualidad cubana, en su mayoría, le firmó un cheque en blanco a quien venía a imponerle su dogal.
Desde el comienzo, el régimen revolucionario manifestó su interés por la cultura, en la que veía su natural ministerio de propaganda. Los creadores, que se sentían, no sin razón, preteridos en la sociedad prerrevolucionaria, acudieron engolosinados, como las ratas de Hamelin, al llamado del poder que les ofrecía ediciones, exposiciones, escenarios y espacio en la prensa. Se trataba de una trampa muy bien montada y engrasada y fueron contados los que no cayeron en ella. Cuando apenas un año después, los instrumentos del Estado totalitario ya estaban en pleno vigor, nuestros intelectuales y artistas no tenían más escapatoria que el exilio, en algunos casos.
El régimen les destapó sus cartas en junio de 1961, en tres jornadas presididas por el propio Fidel Castro en la Biblioteca Nacional, que concluyó con sus famosas Palabras a los intelectuales Castro acudía en persona a anunciarles a aquel grupo de entusiastas acorralados cuáles eran las demarcaciones de su actividad: «Dentro de la revolución (aquel neodespotismo que él encarnaba) todo; fuera de la revolución, ningún derecho». Los representantes de la cultura cubana, presentes en aquella reunión, se dieron cuenta, con diversos grados de sorpresa y de miedo, que se hallaban atrapados por un poder omnímodo que les exigía sumisión absoluta.
Es curioso que muchos de los que se encontraban en esa sala habían leído una década antes El pensamiento cautivo, el lucidísimo ensayo del poeta, prosista y traductor Czestaw Milozs en que este explica cómo los intelectuales polacos de la postguerra cayeron en la trampa tendida por el Estado comunista. Los lectores cubanos de este libro, que era una cartilla de lo que habría de sucederles años después, eran personas cultas; sin embargo, el libro no les sirvió de advertencia. Stalin y el mundo soviético, cuyos crímenes denunciaron y documentaron los propios dirigentes rusos pocos años después, eran vistos como otra realidad, una monstruosidad remota que en Cuba no podría tener lugar. Fidel Castro se encargó de trizar esas ingenuas esperanzas. El autor polaco decía (sito aquí de memoria) que el Partido no se conformaba con el 99 por ciento de la lealtad y que exigía el 100 por ciento, porque temía que en ese 1 por ciento que no se sometía podría surgir una iglesia. En sus célebres palabras a los intelectuales, el tirano de Cuba reiteraba esta exigencia: «fuera de la revolución, ningún derecho».
Afuera se quedaba, desde luego, la libertad, palabra esta que los regímenes totalitarios odian más que a ninguna otra y que para José Martí —que tanto nos gusta citar a los cubanos— «es el derecho que tiene todo hombre honrado a pensar y hablar sin hipocresía». Este dictum destaca así la preeminencia de la liberad de pensamiento y de expresión como base de las libertades fundamentales. Para Benjamin Constant la definición es más prolija:
La libertad moderna es el derecho a tener las leyes como único rector; a no poder ser detenido, ni condenado a muerte, ni maltratado de ningún modo, como consecuencia de la acción arbitraria de uno o varios individuos. Es para cada cual el derecho a dar su opinión, escoger su trabajo y ejercerlo; disponer de su propiedad e incluso abusar de ella; a ir o venir, sin pedir permiso, ni dar cuenta de los motivos y desplazamientos. Es el derecho de reunirse con otros individuos, sea para dialogar sobre sus propios intereses, sea para profesar el culto que él y sus asociados prefieren o bien, simplemente, para colmar sus días y sus obras del modo más conforme a sus inclinaciones y fantasías. Finalmente, es el derecho de cada cual a influir sobre la administración del gobierno.
El tirano de Cuba odiaba la libertad. Heberto Padilla cuenta en el último capítulo de su libro autobiográfico La mala memoria, la entrevista que tuvo con Castro pocos días antes de salir definitivamente de Cuba y en la que este le dijo: «Los intelectuales por lo general no se interesan por la obra social de las revoluciones, sólo se preocupan por sus libertades, no sé a qué libertades se refieren; pero siempre terminan enfrentándose a la Revolución».
Tal vez, intoxicado por su propio discurso no podía él entender que la libertad era el criterio sobre el que se fundan y articulan todas las sociedades modernas, esas que llamamos apropiadamente democracias y que, con todas las debilidades y defectos que quieran apuntárseles, constituyen el ápice de la evolución política de nuestra civilización, de suerte que agredir la libertad o suprimirla no sólo constituye un crimen nefando, sino una apuesta deliberada por el atraso y la reacción. Tal como la estatua gigantesca que se alza en la bahía de Nueva York, la libertad, con su antorcha en alto, va delante de los pueblos del mundo guiándolos por el camino del progreso, de la convivencia, de la prosperidad, de la armonía social y de la paz. La libertad no es negociable.
Los intelectuales cubanos al triunfo de la revolución se dejaron arrastrar por el rencor y se dejaron seducir por un orden espurio que los compraba con prebendas que, a la postre, resultaron ridículas y, cuando algunos despertaron y quisieron escapar, encontraron, como bien dijera Lezama Lima, el manotazo de plomo. El célebre Caso Padilla es paradigmático.
La relación de la tiranía comunista con la cultura, dondequiera que haya tenido lugar, ha sido de opresión por parte del Estado y de sometimiento por parte de la clase intelectual, aunque, ciertamente también, ha dado lugar, en todas partes, a un movimiento de rechazo que, dentro y fuera de los países subyugados, ha producido una obra, hoy ya bastante extensa, de denuncia y condena en pro del rescate de la libertad secuestrada y calumniada.
La libertad, pues, no es cuestionable y tenemos que mirar con enorme sospecha y juzgar como enemigo público a cualquiera que proponga no ya suprimirla, sino tan sólo menoscabarla en pro de cualquier proyecto político o de ingeniería social que siempre, sin excepciones, será una máscara del despotismo.
Sin embargo, la libertad no puede considerarse irrestricta —que es el error en que suelen incurrir los llamados libertarios o anarquistas que postulan que debe ejercerse sin cortapisas (aunque esto en la práctica sea imposible) y que rechazan al Estado como el árbitro legítimo de las libertades sociales e individuales—. Esta tendencia, creo yo, también debe ser resistida y rechazada. La libertad es una conquista de la civilización y debe ejercerse con responsabilidad y con un profundo respeto por los derechos de los demás, puesto que no vivimos en una isla desierta. Dicho de otra manera, la libertad es una empresa colectiva, un quehacer que ejercemos y disfrutamos en comunidad y que siempre debe atemperarse con un sincero aprecio por la justicia, entendida tanto en el sentido corriente de práctica del derecho como en el de equidad social.
Libertad y justicia han sido, por muchos siglos ya, los polos de la civilización occidental que, podemos afirmar sin humildad, es la mayor concreción del saber y la experiencia humanos. Heberto Padilla, a quien cito aquí por segunda vez, solía decir: «Europa es el mundo, lo demás son los suburbios de la Historia». Yo no podría estar más de acuerdo. Según nos alejamos de Europa y de sus naturales extensiones, nos adentramos en la barbarie. La civilización europea, es decir Occidente, es tal, y ha alcanzado esa cima, precisamente por la conjunción, no importa cuan tirante o precaria en ocasiones, entre libertad y justicia social.
Los lectores de La montaña mágica, que no dudo en considerar la primera novela del siglo XX, recordarán ese debate entre los personajes de Naphta, el jesuita comunista, y el librepensador y ateo Settembrini, debate que encarna la contradicción, aparentemente irreductible, entre la justicia social y la libertad.
La libertad es la destilación última —en el sentido de más refinada— del pensamiento griego. Es, en sí misma, un monumento a la razón (aunque a veces haya querido ser defendida o propagada apasionadamente), es el resultado más racional de la búsqueda de la convivencia civilizada que ha preocupado a los hombres de pensamiento durante siglos. La justicia, en cambio, es esencialmente una pasión y una pasión judía: por la equidad, por la recta e incorruptible retribución, por un orden que, en último término, deriva de la palabra revelada de un Dios que es, al mismo tiempo, padre y juez.
La justicia —entendida como justicia social— es la contribución de Israel a Occidente, en cuyo molde ingresó por vía del cristianismo y que ha pugnado con la libertad durante todo este tiempo. Tal pugna ha dado lugar a enconadas y sangrientas batallas ideológicas en un conflicto que sigue aún sin resolverse en la actualidad. No obstante, ¿son estos valores realmente irreconciliables? Yo creo, más bien, que son inextricables de la trama cultural de Occidente.
En el epílogo a la Historia del pueblo de Israel, dice Ernesto Renán —y uno advierte su esfuerzo por conciliar ambos conceptos capitales:
El judaísmo y el cristianismo desaparecerán: la obra judía tendrá su fin. La obra griega, es decir la esencia, la civilización racional y experimental, sin charlatanismo, sin revelaciones fundada en la razón y en la libertad, continuará, en cambio, sin fin […]
La huella de Israel, no obstante, será eterna. Israel fue el primero en dar forma al grito del pueblo, a la queja del pobre, a la reclamación obstinada de los que sienten sed de justicia. Israel amó tanto la justicia, que no encontrando justo al mundo lo condenó a perecer. El judaísmo y el cristianismo representan en la antigüedad lo que el socialismo en los tiempos modernos. El socialismo no vencerá definitivamente, la libertad con sus consecuencias seguirá siendo ley del mundo. Pero la libertad de cada uno se comprará mediante fuertes concesiones hechas a expensas de todos.
Así nos enfrentamos a la inevitable conciliación, en que la mezcla del agua y del aceite ya son inseparables. Lo cierto es que la libertad, tal como la entendemos hoy, no puede excluir a la justicia y el pleno ejercicio de esta no es posible concebirlo sin un marco de libertad.
La revolución cubana, es decir la larga tiranía de Castro y sus secuaces y continuadores fue posible, entre otras cosas, por el énfasis avieso de oponer la justicia a la libertad y, en nombre de la primera, terminar por anular ambas, puesto que la libertad es el único garante de la justicia. ¡Ojalá los pueblos del mundo, y en particular de nuestra América, lleguen a entender que no es posible llevar a cabo ningún programa de justicia social si conlleva el sacrificio o la negación de la libertad, del mismo modo que la libertad, con todos sus beneficios, es impracticable a costa del principio de la justicia!
El llegar a esta convicción aporta un inmenso sosiego, al tiempo que imposibilita que en nombre de cualquiera de estos dos valores que integran y configuran la civilización más pujante de la historia, se pueda avasallar a su gemelo inevitable. Libertad y justicia son, en verdad, las caras de una misma moneda que respalda nuestra colectiva redención.