Bernardo Congote
Miembro del Comité Internacional de la FYL

 

Desde hace mucho ciertos sembradores de odio vienen engordando ovejas en su rebaño… para luego comérselas.

Es curioso que los que cavan las grietas sociales ofendiendo a sus adversarios, sean los que se arropan en el discurso del odio como mecanismo de defensa. Para ellos, el odio lo explica todo.

Más o menos haciendo como el ladrón que, cometida su fechoría, señalando para otra parte gritando: ¡ladrón! ¡ladrón! mientras esconde su botín.

El fuego odiador acaba de atizarse en la Argentina con el (¿premeditadamente fallido?) atentado contra Cristina.

Así como ella mismo lo advirtió meses atrás, sus pastores acaban de “resolver” el delito odiando a sus opositores.

La Cámpora y las Victoria Dondas, dueñas del discurso del odio, no han hecho más que sacar de los archivos que la propia Cristina ha predicado que los argentinos que no están de acuerdo con ella ¡odian a la Argentina!

El mismo Maduro, tan amigo de Cristina, no hace mucho decretó la Ley Constitucional contra el Odio, por la Convivencia Pacífica y la Tolerancia.

¿Y por qué el odio se ha vuelto la cantinela de casi todos los dictadorzuelos?

Porque el odio crece en proporción inversa al nivel del conocimiento. Recordando a Nietzsche,  “… el conocimiento va implantando un nuevo hábito: el de comprender, el de no amar ni odiar, el de ver desde lo alto…”]

Pero “ver desde lo alto” no está reservado para los dictadorzuelos. Afectados por un narcisismo destructivo, apenas si logran verse a ellos mismos.
Odiar, tanto como Amar, es fácil. E incluso superfluo en política. Son pasiones menores que en política, no sirven para avanzar en algún sentido.
Los odiadores se mueven como corchos en remolino. Cristina, Chávez, Maduro, se han hecho profesionales del Odio. Poco les hará falta para decretar en sus países los orwellianos dos minutos semanales de odio.

Al dictador le queda difícil comprender. Ello exige del político ser capaz de verse y de ver al otro. De escucharse y de escuchar al otro. En suma, exige del político ser capaz de dialogar.

Es por eso que el diálogo no suele formar parte de las agendas de los dictadorzuelos. Un narciso sólo es capaz de dar órdenes. Y suele confundir oposición con conspiración.

Por ello el atentado contra Cristina terminaría siendo “responsabilidad” de los que odian a la Argentina. Haberla matado, razona su narciso, equivaldría a matar a la Argentina.

De allí que detrás del dictadorzuelo caminen los (auto) atentados terroristas. (Unos que terminan descubiertos como vulgares ardides que, obviamente, ¡nunca dan en el blanco!).
El odio distrae. La calumnia odiadora enreda. Sus promotores buscan trampear a los adversarios. “Si odian al cabecilla, odian al sirviente”, insisten en probar.

No es posible desarrollar debate alguno en torno al odio. O en torno a las vulgaridades o las mentiras.

Como los odiadores se mueven a placer entre los rellenos sanitarios, buscan por todos los medios que sus adversarios caigan en ellos.

El pensante, el que busca comprender, enredado en el odio cae en arenas movedizas a merced de los odiadores.

El odio apenas les sirve a los enfermos. El odio alimenta las más bajas pasiones. Y ni la enfermedad ni las pasiones construyen algo en política.
Al narciso odiador le pesa hablar de investigación judicial, de imparcialidad en los jueces, del poder de las pruebas, etc. Tal como lo probó Trump, lo democrático les resulta una carga a los narcisos odiadores.

El narciso odiador apenas sabe interrumpir, poner zancadillas, calumniar, lanzar especies, distraer. Tirar la piedra y esconder la mano, como lo hizo Trump aquel 6 de enero discurseando en la Avenida Pennsylvania.
Convendría por tanto, que los que se han dejado enredar en el discurso del odio como explicación del atentado contra Cristina, se bajen de la nube y pongan pies a tierra.

No extraña que los dictadorzuelos se escondan en Twitter. 280 caracteres constituyen la anchura y longitud de sus cerebros. ¿Cómo esperar más de ellos?

¿Cómo esperar sino odios? ¿Cómo esperar sino calumnias?