Por Alberto Benegas Lynch (h)

 

Entiendo que lo más peligroso y dañino de nuestra época consiste en las dictaduras con fachada electoral. Este desbarranque lo previeron notables personalidades como Thomas Jefferson, quien advirtió en 1782 que «un despotismo electo no es por lo que luchamos», por ello es que, junto con los otros Padres Fundadores en los Estados Unidos, insistían en la permanente desconfianza y limitación al poder como eje central de toda la filosofía sobre la que descansaba lo que fue la experiencia más fértil en la historia de la humanidad.

Toda la tradición de la democracia tuvo siempre en cuenta que su aspecto medular y su razón de ser consiste en el respeto a las minorías por parte de las mayorías. En nuestra época Giovanni Sartori, el autor más destacado en esta materia, escribe: «El argumento es que cuando la democracia se asimila a la regla de la mayoría pura y simple, esa asimilación convierte a un sector del demos en no-demos. A la inversa, la democracia concebida como el gobierno mayoritario limitado por los derechos de la minoría se corresponde a todo el pueblo, es decir, a la suma total de la mayoría y la minoría». Desde Cicerón, cuando apuntaba que «el imperio de la multitud no es menos tiránico que el de un hombre solo», existe la preocupación por las mayorías ilimitadas. Sin excepción, la tradición democrática ha señalado una y otra vez las amenazas para la libertad y los derechos al guiarse sólo por los números. Como bien ha destacado el constitucionalista Juan González Calderón, los defensores de semejante sistema ni de números saben puesto que parten de dos ecuaciones falsas: 50% más 1%= 100% y 50% menos 1%= 0%.

Esta payasada sumamente peligrosa consiste en que las mayorías enquistadas en el poder arrasan con la justicia designando supuestos jueces que son adictos al Ejecutivo y, de la misma manera, proceden con todos los organismos de control. Una vez que se alzan con la suma del poder atropellan lisa y llanamente los derechos de las personas, mientras compran votos con políticas dadivosas a costa del fruto del trabajo ajeno y deterioran así sensiblemente el andamiaje jurídico y la productividad; en consecuencia, las grietas en la economía son cada vez más anchas y profundas.

Mientras los votos apoyen, los sátrapas modernos siguen su trayectoria de aniquilar el progreso y destruir a las personas que mantienen su autoestima y su sentido de dignidad. Se cumple así la profecía de Aldous Huxley en el sentido de que hay quienes piden ser esclavizados a cambio de pan y circo, aunque la calidad de lo uno y lo otro se deteriore a pasos agigantados en el contexto de un espectáculo denigrante de servilismo y mansedumbre superlativa, en el que se renuncia a la condición humana, es decir, se renuncia a la libertad.

En todo esto hay un problema de fondo que debe revisarse. Nunca se llega a una meta final, todo debe reconsiderarse puesto que el conocimiento es de carácter provisional, sujeto a refutación. Los esfuerzos por liberarse de las monarquías absolutas han sido inmensos, por lo que no resulta admisible aceptar sin más la tiranía de la mayoría. Hitler es el ejemplo más ilustrativo de procesos electorales que incluyen la posibilidad de un zarpazo final extremo, pero hoy en día se exhiben muchos más, no sólo en América latina con los seguidores autoritarios de Chávez en diversos países y de la Rusia de Putin, sino que, con menos grosería, aparece en diversas naciones europeas y nada menos que en los Estados Unidos, donde deudas y gastos públicos elefantiásicos, junto con crecientes regulaciones que asfixian la energía creadora, vienen carcomiendo las bases de la sociedad abierta, todo bajo el manto de los votos que parecerían santifican cualquier desmán.

Frente a tamaña demolición hay sólo dos acciones posibles: esperar un milagro, en el sentido de que se reviertan los problemas automáticamente con el idéntico sistema que prepara incentivos perversos a través de coaliciones y alianzas, o trabajamos usamos nuestras neuronas para imaginar nuevas y más efectivas limitaciones al Leviatán tendientes a preservar los derechos de todos. En este último sentido, en lo personal, he recordado en otras oportunidades las esperanzadoras sugerencias de Bruno Leoni para el Poder Judicial, de Friedrich Hayek para el Legislativo y la propuesta de Montesquieu aplicable al Ejecutivo.

Si estas medidas no se consideraran suficientemente adecuadas, es urgente pensar en otras, pero no es aceptable quedarse de brazos cruzados. Concretamente, me estoy dirigiendo al lector de estas líneas que, considero, no debe endosar un asunto de tanta relevancia sobre las espaldas de otros. Es necesario que cada uno asuma su responsabilidad ya que se trata del respeto de todos. Resulta indispensable abrir un debate en este terreno y actuar en una dirección opuesta a lo que en gran medida viene ocurriendo, léase que se espera que con las mismas instituciones suceda algo distinto de lo que viene sucediendo de un largo tiempo a esta parte.

Es una afrenta y un insulto a la inteligencia denominar «democracia» a lo dscripto. Se trata claramente de cleptocracia, a saber, gobiernos de ladrones de libertades, de propiedades y de sueños de vida. No puede caerse en la trampa de mantener que estamos frente a «procesos democráticos» cuando los desquicios actuales de los aparatos estatales, teóricamente encargados de velar por los derechos de la gente, los conculcan de la manera más cruel y proceden como si fueran mandantes en lugar de simples mandatarios.

Herbert Spencer ha escrito que debemos estar muy atentos para que mayorías en el Parlamento no terminen por destrozar todo lo que se ha construido trabajosamente para proteger las autonomías individuales. Bertrand de Jouvenel nos ha enseñado que la soberanía corresponde al individuo y que la llamada «soberanía del pueblo» es una ficción por la que se oculta el avasallamiento de las libertades, y Benjamin Constant consigna que «la voluntad de todo un pueblo no puede convertir en justo aquello que es injusto».

Sin duda que esta ruleta rusa de las mayorías ilimitadas partió de ámbitos educativos que vienen machacando con que, cuando todo se somete al número, «estamos en democracia», con lo que se le da la espalda a la esencia misma de esa noble tradición. Parecería que si la mayoría decide degollar a los pelirrojos, éstos deben ofrecer el pescuezo en nombre de «la democracia».

Como una medida precautoria y para mayor precisión, en algunas constituciones se recurrió deliberadamente a la expresión república para enfatizar en temas vitales como la igualdad ante la ley, la publicidad de los actos de gobierno, la división de poderes y la alternancia en el poder. Hoy observamos azorados las reiteradas reformas constitucionales fabricadas por megalómanos para introducir la posibilidad de reelecciones (y, a veces, reelecciones indefinidas, con descarados fraudes electorales de diversa índole).

Naturalmente, la visión degradada de la democracia se debe también a que, en muchas de las casas de estudio, se propugna el engrosamiento de los aparatos estatales y la notable reducción de los territorios en los que pueden desenvolverse las personas. Entonces, en última instancia, la solución de estos problemas mayúsculos estriba en una educación compatible con los valores y principios de la sociedad abierta.

Uno de los tantos ejemplos de deslizamiento hacia el estatismo estriba en el tan citado «principio de subsidiaridad». En esta instancia del proceso de evolución cultural, las funciones del monopolio de la fuerza están principalmente referidas a la protección de derechos, pero nunca son subsidiarias puesto que, si los privados no encaran cierta actividad es porque prefieren destinar esfuerzos y recursos a otros campos y, como aquéllos son escasos, no puede hacerse todo al mismo tiempo. Es del todo impertinente e improcedente que los gobiernos irrumpan en las áreas en que las personas han decidido no participar según sus preferencias y prioridades.

De cualquier manera, mientras estemos a tiempo, como queda dicho, debemos trabajar al efecto de proponer nuevos límites al poder, puesto que el tema crucial alude a las instituciones y, en este sentido, son del todo irrelevantes las personas que ocupan cargos públicos. Tal como ha dicho Karl Popper, la pregunta de Platón respecto de quién ha de gobernar está mal formulada, lo trascendente son las instituciones «para que el gobierno haga el menor daño posible».

 

* Es miembro del Consejo Académico de Federalismo y Libertad.