*Por Bernardo Congote
Viajé por primera vez a la Argentina en 2005. Lo hice por amor. Mi cuñada había escogido por pareja a un argentino de postín y viajamos con la que entonces era mi novia, a conocer su nido de amor.
Quedé deslumbrado por la “parís latinoamericana”. Me envolvió como un tornado su fuerza editorial materializada en un supermercado del libro como no lo había conocido, por ejemplo, en Nueva York. Sin duda, lo florido de Florida era la avalancha de libros que la adornaban. Y, por supuesto, de lectores.
El nido de amor quedaba en San Telmo. ¡Más amor a primera vista! Nos hizo rememorar, guardando proporciones, a La Candelaria de Bogotá o la Ciudad Amurallada de Cartagena. Fuimos acogidos en asados y tertulias y acariciados por los cafés que en todas partes de Buenos Aires se nos cruzaban como hermosas damas de compañía.
Regresé a Colombia enamorado y quise matricularme en la escuela argentina. Me hice miembro de la Fundación Federalismo y Libertad, parida en Tucumán en la mejor de las horas. Y cuando regresé en 2018 con mi esposa, recorrimos las personas y valles calurosos entre Salta y San Miguel, cuando ya el esperanzador gobierno Macri intentaba capear un temporal que tenía comienzo pero no fin.
He acumulado horas de lecturas y tertulias de todo tipo. Desde Colombia leía La Nación y a Clarín. Veía a diario TN y el Canal 26 junto con el fabuloso Canal Agropecuario Colombia. Y he estado comprometido día a día con Desde el Llano, a Dos voces y Los Leuco, entre otras muchos y notablemente periodísticas fuentes de información.
Pero una extraña emoción me llevó a sufrir la Argentina. Comencé a llenarme de dudas y preguntas. Leyendo a Fernández, Solá, Sebreli, Zanatta e Iglesias, entre otros, la estudié algo mientras cada día la entendía menos y la sufría más. En un arrebato sadomasoquista, intenté lograr la ciudadanía argentina suponiendo que sólo mis afectos me darían esa unción. Fui acogido, casi paternalmente por su grupo consular colombiano, pero salí sin visa.
Por debajo de las primeras lúcidas aguas argentinas, comencé a ver sus oscuridades. A entender que la mitad del tiempo del intento republicano había estado en manos de un grupo provincial santacruceño elevado como gobernante de la república.
Grupo que, documentado suficientemente, montó en Casa Rosada la misma pintura ajada, gris, sospechosa y corrupta que se había engullido la Provincia del meridión. Los años 2000 argentinos, que se soñaban republicanos, excepto hasta 2015 fueron kirchneristas.
Al tiempo que la obra pública se atrasó, que los sistemas de transporte envejecieron, que las villas se multiplicaron, que los puertos languidecieron y que el campo fue perseguido por productivo al generar divisas que (¡quién lo creyera!) financiaban la aventura K, piquetes de anarcosindicalistas hacían todos los esfuerzos por cogobernar mediante el chantaje y el escrache.
Chantajean a los empresarios y chantajean a los políticos; entran y salen del Senado o Diputados como Pedro por su casa y, a nombre de la defensa de las masas laburantes, se han embolsillado millones de dólares convirtiéndose en una auténtica como perversa oligarquía de overol.
¿Cuál sería una cierta patología política y social de la Argentina que logró deslumbrarme los primeros años? Mirar hacia atrás. Añorar nostálgicamente un pasado glorioso que terminó dilapidado en forma de limosnas por el peronismo encandilado por el fascismo europeo.
Y, ante todo, adoptar paso a paso, la dogmática católica autoritaria. La Argentina se me apareció como el laboratorio más propicio para hallar, al extremo sur de América, el entramado del dogma católico que yo creía concentrado sólo en México y Colombia. ¡Pamplinas!
Argentina se ha deshecho de la mano del Padre, Hijo y Espíritu Santo apadrinados desde El Vaticano, convirtiéndose en la prueba más patética que puede producir la degradante dogmática del catolicismo.
El amor por la pobreza y el odio a la riqueza. El odio al trabajo siguiendo las pautas bíblicas que, en la peor hora, lo convirtieron en castigo. El abandono de la construcción de país a cambio del emprendimiento hacia un vulgar distribucionismo. La veneración por el ocio pagado con los impuestos de las mayorías. Hacer aparecer el trabajo como el de los ñoquis parásitos de la nómina estatal. En suma, esa veneración al sospechoso dios de “lo social”.
En fin, un estremecedor escenario en el que, al tiempo que los pobres reciben palmaditas en la espalda con miserabilistas “programas sociales” y “comedores villeros”, son llevados como ovejas fanáticas a piquetar contra las empresas, contra los transeúntes y contra todo lo que se mueva en las ciudades.
Un estremecedor escenario en el que, paso a paso, ha surgido alimentada por las cenizas una mujer que encarna perfectamente la sospechosa imagen de la virgen católica: madre fecundada por el aire, abandónica, generosa neurótica de sus críos a quienes maltrata haciéndolos cómplices de execrables latrocinios, Cristina se me aparece ahora como cierta reencarnación de la virgen católica.
Símbolo del odio que los sicarios cristianos desplegaron en Roma contra los ciudadanos que ostentaban una riqueza lograda como conquistadores del Mediterráneo y de toda la Europa antigua. Símbolo de todo lo que fue destruido por el cristianismo y que en la modernidad, para la Argentina ha significado devolverse para tocar el fondo de la miseria colectiva.
Lo grave es que a esta reencarnación de la sospecha hecha mujer, se le llama ¡política exitosa! Esta suma de estropicios fascistas del cristinismo recibe el respeto de opositores políticos que, como Sara, se miran en el fantasma de Perón (y de Evita, por supuesto, la otra reencarnación católica). Opositores a quienes ella misma les niega toda personería. Les ningunea. Les pisotea. El cristinismo católico aborrece a los otros por impíos y pecadores. Porque son ricos en este “valle de lágrimas”.
En la Argentina, la única riqueza bien vista es la que ella ha amasado privatizando a su nombre el erario muy de acuerdo con las prácticas aprendidas de Néstor. Esa otra especie reencarnada de San José, a la vez padre silencioso, alejado de sus hijos por andarse concentrado en amasar billetes para su beneficio en las carpinterías que armó a hurtadillas en Casa Rosada y Olivos. Néstor se propuso ser el hombre más rico del cementerio argentino. Y lo logró.
A este fracaso una excesiva parte de los argentinos le llaman éxito. A este empobrecimiento general, le llaman progreso. A este latrocinio oficial, le llaman partido político. Y a esta demostración de las peores cosas que se pueden urdir contra un proyecto republicano, la alaban como símbolo de la solidaridad.
Se necesita de la enajenación católica para que un proyecto de tan baja envergadura siquiera tenga voz en sociedad alguna. El nihilismo catolizado ha encontrado en la Argentina la expresión plena de su trágico sino.
El Padre que abandonó a su Hijo en una cruz, está probando que abandonó a la Argentina (con la complicidad papal).
Argentina: estás perdiendo tu gracia. El Señor no está contigo. Y Cristina tampoco.
*Miembro del Consejo Internacional de la FYL.